
El dios ciervo y los renos nómadas: una canción de coexistencia
En el corazón palpitante del bosque, donde el silencio es sagrado y cada hoja cuenta una historia, camina el dios ciervo. No es solo una criatura mítica, sino la encarnación de un principio eterno: la vida y la muerte como dos caras de un mismo aliento. Hayao Miyazaki , con La princesa Mononoke , nos ha regalado una visión no solo poética, sino profundamente filosófica: la naturaleza no se conquista, sino que se comprende. No es un objeto, sino un sujeto. No es un recurso, sino una relación.
En el norte de Mongolia, los tsaatan siempre lo han sabido. Viven con los renos, no junto a ellos. Los renos no son animales para pastorear, sino espíritus a los que honrar. La taiga no es un lugar para cruzarse, sino una madre a la que escuchar. Cada gesto cotidiano —encender un fuego, ordeñar, moverse— forma parte de un ritual que reconoce la interdependencia. Al igual que el dios ciervo, los tsaatan también encarnan el equilibrio: no dominan, sino que danzan con la naturaleza.
Dos mundos, una verdad
En la película, el dios ciervo camina sobre flores que florecen y se marchitan a su paso. Es belleza y terror, creación y disolución. Cuando muere, el bosque muere. Cuando es liberado, la vida florece de nuevo. Es una advertencia: quien intenta controlar la naturaleza la destruye. Quien la sirve la renueva. Del mismo modo, los tsaatan no construyen ciudades, no excavan minas, no imponen fronteras. Viven en tiendas móviles, al ritmo de las estaciones. Su cultura es oral, transmitida como el viento entre los abedules. Cada niño que escucha un cuento junto al fuego recibe un conocimiento ancestral, no escrito, sino grabado en su corazón.
¿Y nosotros? ¿Dónde nos encontramos en esta narrativa?
Hemos construido rascacielos, redes digitales, economías globales. Pero hemos olvidado el lenguaje de los árboles, la respiración de la tierra, el silencio que precede a la nieve. Hemos roto el ciclo, engañándonos a nosotros mismos creyendo que podemos recrearlo con algoritmos y hormigón. Sin embargo, el dios ciervo aún nos observa. No con ira, sino con expectación.
El mensaje es claro, antiguo, urgente: sobrevivir no es conquista, sino coexistencia.
Debemos aprender de nuevo. De los nómadas, de los pueblos tradicionales, de los mitos que no son fábulas sino mapas del alma. Debemos escuchar al dios ciervo que llevamos dentro, aquel que nos recuerda que cada vida es sagrada, cada muerte forma parte del ciclo, cada gesto puede ser armonía. Porque, en última instancia, como decían los tsaatan :
"La tierra no nos pertenece. Nosotros pertenecemos a la tierra."

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