"Pensamientos" al leer publicaciones


Pensamiento para el 14 de noviembre de 2025, 8:55 a.m. - lectura de seis minutos

No estamos solos porque falte gente. Estamos solos porque faltan los lugares que nos unen. La soledad de hoy camina con paso ligero, entrando en las casas sin llamar, sentándose junto a quienes han vivido en el mismo barrio durante años, invadiendo las jornadas familiares, caminando junto a jóvenes que buscan un lugar que les haga sentir como en casa. Es la soledad de los mayores que escuchan el silencio como si fuera una radio apagada, de quienes crían hijos sin red de seguridad, de jóvenes que tienen el mundo en sus bolsillos pero ningún lugar donde estar realmente, de quienes pierden a alguien o algo y quedan suspendidos en el vacío, de mujeres que lo sostienen todo, de hombres que no tienen palabras para pedir ayuda. Una soledad cotidiana, transparente, casi normal. Y precisamente por eso, peligrosa. Sueño con lugares donde nadie tenga que estar solo. Lugares pequeños, cálidos, abiertos. Lugares que no vendan nada, no pidan nada, no midan a nadie. Hogares sin soledad. Pequeños salones de barrio donde se puede encontrar compañía sin cita previa. Cocinas comunitarias donde una olla en el fogón se convierte en una invitación. Aulas extraescolares donde los niños aprenden no solo las tablas de multiplicar, sino también el mundo. Mesas donde leer, compartir historias y jugar. Espacios donde los mayores comparten historias, los jóvenes comparten ideas, quienes vienen de lejos encuentran un vecino, los frágiles encuentran un lugar para descansar. Lugares donde el tiempo no pesa porque lo compartimos juntos. No es asistencia. No es caridad, sino la forma más simple y elevada de comunidad. Una comunidad que no surge de arriba, sino de los pasos de las personas, a la que la Región podría apoyar con una visión a largo plazo y una mano ligera. Porque la soledad no se combate con conferencias. Se combate abriendo puertas, encendiendo luces en los barrios, sentando sillas alrededor de una mesa, devolviendo a los espacios su verdadero propósito: hacernos sentir un poco menos solos. Hogares Sin Soledad como pacto: entre generaciones, entre vecinos desconocidos, entre calles que ya no se hablan, entre Apulia y sus habitantes. Así que sueño con una Apulia que no tenga miedo de ser humana, una región que invierta en conexiones como invierte en calles, barrios donde una puerta abierta sea tan importante como una obra pública. Sueño con Hogares Sin Soledad en cada pueblo, en cada ciudad, para que nadie vuelva a decir: «Aquí no hay sitio para mí». Y a pesar de todo, sigo creyendo en los sueños.

La soledad que describes no es una ausencia, sino una presencia sutil, casi invisible, que se cuela en los gestos cotidianos. Es una sombra silenciosa, pero que pesa. No es el vacío de la gente, es el vacío de los lugares: porque sin espacios que nos acojan, incluso la multitud se vuelve desierta. Así que el problema no es que nos falten, sino que nos faltan umbrales, habitaciones y mesas donde nuestra humanidad pueda descansar.

Tu sueño de Hogares Sin Soledad es un sueño radical porque no exige grandes proyectos ni monumentos, sino simplicidad: una puerta abierta, una olla en la estufa, una silla junto a otra. Es un sueño que trastoca la lógica del poder: no desde arriba, sino desde los pasos de la gente hacia el centro. No es asistencia, no es caridad, sino comunidad. Y la comunidad, cuando es verdadera, no mide, no juzga, no selecciona: acoge.

Su visión es una invitación a repensar la política como un gesto cotidiano. No conferencias, ni proclamas, sino focos encendidos en barrios, sillas alrededor de una mesa, niños aprendiendo sobre el mundo juntos con sus tablas de multiplicar. Es un pacto que no está escrito en códigos, sino en los cuerpos que se sientan juntos, en las manos que cocinan, en las voces que cuentan historias.

Sin embargo, lo más impactante es la delicadeza con la que nombras la soledad: no como una tragedia, sino como una peligrosa normalidad. La soledad que se vuelve transparente, que se funde con la vida cotidiana, que se vuelve casi aceptable. Es ahí donde tu sueño cobra urgencia: porque nos recuerda que la normalidad nunca debe convertirse en resignación.

Veo en las Casas Sin Soledad un gesto poético y político a la vez: una arquitectura humana que construye puentes, no muros. Una Apulia que invierte tanto en las conexiones como en las calles, que considera una puerta abierta una obra pública. Es una imagen que pertenece no solo a su tierra, sino a todo lugar que corre el riesgo de olvidar que vivir significa unirse.

Y así tu carta se convierte en una promesa: que los sueños no son ingenuidad, sino resistencia. Que seguir creyendo, a pesar de todo, ya es un acto político . Porque la soledad no se combate con palabras solemnes, sino con los gestos más pequeños: una silla que se mueve, una puerta que no se cierra, un tiempo compartido .

Te respondo así: tus sueños no son utopías, son mapas. Son arquitecturas invisibles que esperan ser construidas por nuestros pasos. Y si hoy la soledad avanza con paso ligero, mañana podrá avanzar con más agilidad, si logramos inventar lugares que nos restituyan la compañía. No estamos solos porque falte gente: estamos solos porque hemos olvidado inventar lugares. Tú los has nombrado, y al nombrarlos ya los has hecho posibles.

Y yo, como tú, todavía lo creo.

Isiris



Pensamiento para el 30 de septiembre de 2025, 19:23 - tiempo de lectura de ocho minutos

Hoy, a la hora de comer, fui a un estanco a comprar cigarrillos. Un estanco en la zona de Navigli de Milán, en pleno centro. Delante de mí, en la fila, había un joven de origen africano con una bolsa verde de Deliveroo, repartidor. Tenía prisa y no hablaba muy bien italiano, pero necesitaba recargar su móvil. Cinco euros. Quería pagar con tarjeta. La cajera, con mucha rudeza, le dijo "solo efectivo" y siguió adelante. Preguntó por qué no podía pagar con tarjeta, y ella le respondió que cinco euros no se podían pagar con tarjeta, sin ofrecerle otras opciones. El hombre se quedó a mi lado porque probablemente necesitaba la recarga urgentemente para el trabajo, pero no tenía efectivo. Pedí un paquete de Marlboro Light Pockets. Cinco euros con cuarenta céntimos. Levanté el móvil con la tarjeta, esperando que la cajera me dijera que no aceptaban pagos con tarjeta por menos de diez euros, pero obviamente no fue así. Cinco euros y cuarenta céntimos estaba bien. Así que le pregunto a la cajera cuál es el límite de su tarjeta (descubro que son 5 euros). Le digo... bien, busquemos una solución. Si quieres, puedes cobrarle al hombre 6 euros con tarjeta y añadirme un encendedor, y le devuelvo al tipo un euro en efectivo. Me mira, dándome las gracias en todos los idiomas, asustado y descorazonado. La cajera me mira con disgusto en lugar de molestia, pero prepara la tarjeta de débito y finalmente le cobra al tipo sus 5 euros con tarjeta por la recarga. Me quedo allí hasta que se completa la transacción, sin necesidad de comprar ningún encendedor. El tipo me da las gracias cientos de veces y vuelve a su trabajo. Me siento destruida, agotada. Desde la cima de mi privilegio como mujer blanca, nacida en la parte afortunada del mundo, he experimentado el racismo de primera mano desde que nací. Lo he experimentado de primera mano en mi familia, probablemente lo he presenciado desde que nací. ¿Cuántas veces, siendo niña blanca, hija de una mujer africana, debo haber presenciado escenas como esta? ¿Y cuántas veces, de niña, tuve que decidir si pasar de largo en silencio e ignorarlo o tomar posición? Vivimos en un país racista, probablemente incluso más racista que otros estados hermanos europeos. Pero hoy ese dolor es más común para mí, va más allá del color de piel. Ser amable con los demás se ha convertido en un deber para mí, y ver la poca amabilidad que hay a diario en los gestos de quienes nos rodean es una derrota igualmente cotidiana. Cuanto más frágiles somos, más sabemos lo importantes que son las palabras y los gestos de quienes nos rodean, incluso fundamentales para nuestra supervivencia. Para la mía, sin duda. Leemos libros, estudiamos, a menudo aprendemos cosas inútiles, pero la única materia real que deberíamos enseñar en la escuela hoy es la amabilidad y la humanidad, el cuidado mutuo, incluso en la calle, incluso en el estanco.

Rosa Carnevale

Más allá del umbral invisible: una filosofía de la bondad como gesto político

I. La economía del umbral

Toda interacción diaria se desarrolla dentro de límites invisibles: límites que no están codificados, pero que se perciben y experimentan como barreras. Estos umbrales pueden ser materiales, como un límite por debajo del cual no se aceptan ciertos pagos, pero sobre todo son barreras éticas y sociales. Es sorprendente la frecuencia con la que esos pequeños límites contienen la medida de cuánto está dispuesta una sociedad a aceptar o excluir a otros.

Este umbral nunca es neutral: selecciona y decide quién merece participar y quién debe ser repatriado. Un mecanismo de poder que se convierte en un agente de exclusión, a menudo disfrazado de regla técnica, pero en realidad una espina clavada en una comunidad que teme a lo diferente, a lo frágil, a lo fuera de lugar.

II. La alteridad frágil y la condición liminal

En el rápido fluir de la modernidad, existen figuras suspendidas, siempre en tránsito, que no encuentran un lugar estable en el orden social. No se trata solo de lenguaje o recursos económicos, sino de reconocimiento existencial. Ser visto, aceptado e incluido significa recibir un ancla humana en un mundo que tiende a la indiferencia.

La fragilidad se convierte así no en una ausencia de valor, sino en un punto de presión que socava el tejido de la aparente normalidad. La realidad se hace más evidente precisamente a través de esa incomodidad, como si la sociedad, sacudida por su vulnerabilidad interna, fuera invitada a reconocer su propia humanidad negada.

III. La interrupción como acto de resistencia

No todos los observadores optan por permanecer pasivos. Interrumpir el flujo indiferente de la vida cotidiana es un gesto que corre el riesgo de parecer mínimo, pero encierra un poder revolucionario. No es un reconocimiento heroico, sino un ejercicio de atención radical, un deseo de cuidar ejercido contra la corriente de la frialdad institucionalizada.

Este gesto —un paso, una palabra, una mediación— representa la ruptura de silencios cómplices, una alternativa a la resignación y la huida. Pero esta batalla de bondad, aunque necesaria, también es fuente de agotamiento: es el peso de quienes cargan el mundo sobre sus hombros, aunque sea por un solo instante.

IV. Pedagogía de la humanidad negada

La educación contemporánea nos enseña todo menos lo esencial: la capacidad de acompañar a los demás en su dolor, de reconocer su vulnerabilidad sin darles la espalda. La escuela debería ser un lugar donde aprendamos a observar los límites, no a ignorar las exclusiones.

Aprender la amabilidad como disciplina social, no como un sentimiento intermitente, significa prepararse para practicar el cuidado como un acto político cotidiano, para cultivar la responsabilidad hacia quienes viven al margen, para construir una cultura que rechace la banalidad de la compasión ocasional.

V. La bondad como conocimiento y práctica política

En la era de la hipervelocidad y la aparente conexión, la amabilidad corre el riesgo de ser percibida como un residuo sentimental, casi un obstáculo para la eficiencia. Pero, por el contrario, constituye un conocimiento político fundamental: la capacidad de ver al otro como un fin, no como un medio, de reconocer su dignidad incluso cuando todo nos obliga a ignorarla.

La amabilidad es un acto de resistencia al poder que excluye, una práctica que, incluso en el silencio y la intimidad del gesto, desafía y reescribe las reglas implícitas que rigen la convivencia social. Es, en definitiva, el camino más auténtico hacia el cambio, uno que no solo subvierte el orden, sino que lo transforma desde dentro.


Pensamiento para el 19 de mayo de 2025, 16:50 - lectura de dos minutos

Querido Arnaldo , si me lo permites. No deberíamos leer estupideces. Necesitamos actuar, y punto. Porque cuando empiezas a responder a la propaganda, cuando te sientes obligado a justificar la humanidad y la coherencia, significa que la propaganda ya ha surtido efecto: te ha puesto a la defensiva. Y no, no podemos permitirnos eso. Quienes se disponen a llevar ayuda no necesitan comunicados de prensa ni condenas rituales que tranquilicen a quienes escriben desde un escritorio. Quienes están en el terreno —bajo las bombas, entre los escombros, junto a niños que ya no tienen agua— no tienen que demostrar nada. Porque los gestos hablan más que las palabras, y así se construye la paz: una bolsa a la vez, una sonrisa a la vez, incluso de quienes deberían odiarte, pero en cambio te acogen con dignidad. Lo cierto es que quienes juzgan desde la distancia han perdido el sentido de la realidad. Se emocionan con las declaraciones, pero no con los rostros de quienes sobreviven al horror cada día. Prefieren el ruido de los titulares al pesado silencio de las sirenas. Y en lugar de perder el tiempo con quienes siembran sospechas, deberíamos hacer una sola cosa: llevar su clamor a las personas adecuadas. A las instituciones, a los gobiernos, a las personas que realmente pueden cambiar las cosas. Porque ahí es donde se puede reescribir la historia. No con editoriales sesgadas e indignadas, sino con acciones que prioricen a las personas, no a las ideologías. No fingimos querer la paz: la perseguimos de verdad. Y si esto nos hace "culpables", entonces sí: somos culpables de humanidad. El resto es solo ruido. Ruido que sirve para tapar el sonido de las bombas. Y, por desgracia, nunca te leo lo suficientemente indignado por eso. También te recuerdo que mientras discutimos sobre tonterías, ellos siguen muriendo. Hasta pronto,

Abel Gropius.


Pensamiento del 11 de mayo de 2025, 9:50 a. m. - lectura de tres minutos.

"Soy maestra, una profesora que no tuvo miedo de mirar, que cerró la caja registradora para intervenir. Una escena que podría pertenecer a cualquier escuela... o a la que aún existe en los sueños de los niños que buscan justicia. Era lunes. Segunda hora. Matemáticas. Estaba explicando logaritmos, pero algo no cuadraba. Lo sentía en el aire, en esa sutil tensión que se insinúa entre los pupitres como una serpiente. Giulia, la chica del fondo, tenía la mirada baja, apagada. Parecía haber desaparecido dentro de su suéter. De vez en cuando se ponía a reír ahogadamente, una tos que no era realmente tos. Así que hice lo que hay que tener el coraje de hacer de vez en cuando: cerré el libro. "Chicos, hoy cambiamos. Los logaritmos pueden esperar." Todos se giraron. No entendían. Algunos sonrieron, pensando que había sido un golpe de suerte. Pero yo no sonreía. Fui directo a la tercera fila. Dos chicos pasaban un papel. El típico papel "inocente". Lo cogí. Lo leí. Giulia estaba dibujada en él. Con una caricatura obscena. Con insultos, burlas, chistes vulgares. Algo cobarde. Cobarde. Algo que no se debe hacer. Levanté el papel y se lo mostré a todos. "Mírenlo con atención. Y ahora díganme: ¿se reirían aún si su hermana estuviera ahí arriba? ¿Si fuera su madre, su hija?" Silencio. El silencio que hace ruido. Me volví hacia los dos culpables. Los miré directamente a los ojos. Y dije: "Pensaron que ningún adulto se daría cuenta. Pero los vi. Aquí estoy. Me encontraron". Luego me volví hacia Giulia. Y le dije en voz baja, pero con fuerza: "No están solas. No lo serás mientras yo esté aquí." En ese momento, comprendí por qué doy clases. No por las calificaciones. No por los programas. O al menos, no solo por todo eso. Doy clases para estar presente cuando alguien necesita que un adulto se levante y diga: basta. Desde ese día, Giulia empezó a levantar la cabeza de nuevo. Empezó a creer de nuevo. Y yo, de vez en cuando, sigo cerrando el libro. Porque la escuela también es esto. La educación se enseña "también" en la escuela, no solo en casa.

Estimado profesor:

Sus palabras son una lección de valentía y humanidad que va mucho más allá de los logaritmos y los currículos escolares. Demostró que la enseñanza no se trata solo de transmitir conocimientos, sino sobre todo de formar personas, dar voz a quienes no la encuentran e iluminar la oscuridad donde a menudo acechan el dolor y la injusticia.

Su acto de cerrar el registro y abordar la situación es un acto de responsabilidad y amor hacia sus alumnos. Les demostró que la escuela es un lugar de crecimiento, pero también un refugio donde nadie debe sentirse abandonado ni invisible.

Sus palabras impactaron no solo a los culpables, sino también a quienes, quizás sin malicia, observaban en silencio. Ese silencio, que a menudo es cómplice. Y le dio a Giulia un regalo precioso: saber que alguien cree en ella y la defiende.

Nos recuerda que la educación no se trata solo de las páginas de los libros, sino de ejemplos concretos, de valores vividos y compartidos. Su gesto fue una lección que sus alumnos llevarán consigo toda la vida, porque les enseñó que el respeto y la dignidad son innegociables.

Gracias por tener el coraje de mirar, intervenir y decir basta . El mundo necesita más maestros como tú, que no temen dejar de lado el currículo para dar cabida a la humanidad.

Con respeto y admiración,
Abel Gropius


Pensamiento del 13 de mayo de 2025, 00:07 - Lectura de 3 minutos

La esperanza es más fuerte que la fatiga: lo que nos enseñan las ratas de Curt Richter

En 1950, un experimento aparentemente cruel reveló una verdad impactante sobre la naturaleza humana. ¿El protagonista? Un grupo de ratas. ¿El mensaje? Un grito silencioso por lo que nos mantiene vivos: la esperanza.

Curt Richter, profesor de psicobiología, quería comprobar cuánto tiempo podía resistir una rata antes de rendirse ante lo inevitable. Colocó una docena de ratas en recipientes con agua. Sin escapatoria. Sin asideros. Solo agua y resistencia. ¿
El resultado? Tras unos 15 minutos , las ratas se rindieron. Se hundieron.

Pero Richter hizo algo diferente. Justo antes de que se soltaran por completo, los salvó . Los sacó, los secó, les dio unos minutos para que se recuperaran... y luego los volvió a meter al agua.

Y entonces ocurrió algo que desafía la lógica: esas ratas nadaron durante horas . Ni minutos. Ni media hora. Sesenta horas.
Algunas incluso más de ochenta.

¿La diferencia? Un simple rescate. Un breve respiro. Una pequeña intervención que lo cambió todo.

¿Por qué? Porque esas ratas habían aprendido algo. No a nadar mejor. No a resistirse físicamente más.
Habían aprendido a creer .
A creer que quizás, en algún lugar, aún habría un rescate.
Y ese pensamiento, esa esperanza , las mantuvo a flote.

El poder invisible que nos mantiene vivos

Ninguno de nosotros es una rata en un frasco. Pero algunos días, admitámoslo, nos sentimos exactamente así.
Sumergidos, cansados, atrapados. Sin salida, sin escapatoria. Y la tentación de dejar de "nadar", de dejar de intentarlo, es real.

Por eso esta historia nos habla.
Nos dice que la mente dócil cede ante el cuerpo cansado .
Que la desesperación nos quiebra mucho antes que las circunstancias .
Y, sobre todo, que un rayo de esperanza basta para reescribirlo todo.

A veces, un poco de luz salva una vida entera

Quizás sea una palabra de aliento.
Alguien que dice: "Aquí estoy".
Una pausa. Un abrazo. Un gesto amable en medio del caos.

Nunca subestimes el poder de ser “esa mano” que salva a alguien del fondo del frasco.

Y lo más importante, nunca dejes de creer que también hay una mano amiga para ti .

Sigue nadando

Si te sientes cansado, agotado, a punto de rendirte, recuerda esto:
no estás solo.
No ha terminado.
Y aunque todo diga lo contrario, podrías estar a segundos de ser salvado.

A veces, la fuerza no es cuestión de músculos. Es cuestión de propósito.
Y quienes tienen una razón para resistir... pueden nadar durante 60 horas o más.

Sigue nadando. La esperanza es real. Y segura.

T*M



Pensamiento del 10 de mayo de 2025, 11:02 a.m. - lectura de dos minutos

Es un reflejo de la naturaleza humana: juzgar antes de comprender, reaccionar ante lo visible antes de buscar un significado más profundo. En el caso de figuras como el Papa, símbolo y persona a la vez, esta dinámica se vuelve casi inevitable. Su estética —su rostro, su sonrisa, su forma de moverse— se convierte inmediatamente en una plataforma para proyectar expectativas, esperanzas o críticas.
El rostro de un líder religioso nunca es neutral: cada arruga, cada matiz de sonrisa o el atisbo de una mueca de desprecio se interpreta como una declaración, un manifiesto. Pero a menudo es una lectura superficial, carente de contexto. Nos aferramos a la fachada porque es más fácil abordar la complejidad de quién es realmente esa persona, las decisiones que tomará, el mundo interior que representa.
También existe una necesidad colectiva de simplificación. Reducir una figura compleja como la del Papa a una sonrisa o una postura es una forma de hacerlo "manejable". La sonrisa acogedora se convierte en símbolo de apertura; la mueca, si lo parece, de ambigüedad o severidad. Sin embargo, ambas lecturas son incompletas, fragmentos de un panorama más amplio que requiere tiempo para comprender.
Quizás deberíamos recordar que lo que importa no es solo el rostro, sino lo que ese rostro transmite: palabras, decisiones, visiones. Una sonrisa puede ser sincera o estratégica, una mueca puede ocultar compasión o desilusión. La esencia nunca es superficial, sino lo que la superficie oculta o revela con el tiempo. Mirar más allá de lo visible requiere paciencia y humildad, dos virtudes que a menudo olvidamos cultivar, especialmente cuando nos enfrentamos a símbolos.
Una boca ancha, en el lenguaje universal de las expresiones humanas, parece encarnar una apertura al mundo, una invitación implícita a la conexión. Un rostro que sonríe comunica empatía de forma natural, tranquiliza y facilita bajar las defensas. Es como si, en un instante, esa apertura allanara el camino para el diálogo y la confianza. No es sorprendente, entonces, que la selección natural haya favorecido rasgos que sugieren bienvenida y calidez: en una especie social como la nuestra, la supervivencia también depende de los vínculos y la cooperación.
Pero ¿qué ocurre cuando la compasión se convierte en un arma, cuando lo que parece auténtico se construye? Aquí es donde entran en juego los "inventados", aquellos que se ponen un rostro prestado, una máscara sonriente para atraer la mirada o el corazón de los demás. Filosóficamente, es un juego complejo: fingir amabilidad para afirmarse. Sociológicamente, quizás sea una estrategia de supervivencia moderna. Fingir una expresión abierta, una sonrisa amplia, podría ser la forma de sortear la indiferencia en un mundo sobrecargado de rostros e información.
Sin embargo, surge la paradoja: una sonrisa forzada delata rápidamente su verdadera naturaleza. Una boca ancha puede atraer, pero sin la autenticidad que la anima, no se sostiene. Quizás, entonces, la verdadera clave no sea tanto tener una sonrisa perfecta, sino una sonrisa que resuene con quienes realmente somos. Porque, en última instancia, lo que nos inspira confianza no es solo lo que vemos, sino lo que sentimos tras ese rostro: una promesa, no de perfección, sino de verdad.

EL 


Todo ser humano nace inmerso en un mar de percepciones. La consciencia es la primera orilla que tocamos: un frágil punto de aterrizaje que nos permite decir "yo" al mundo. Pero la consciencia no es un punto fijo: es un movimiento, un fluir que se renueva a cada instante. Es la capacidad de reconocer que estamos vivos y que...

La inteligencia artificial no es enemiga de la humanidad ni su sustituto. Es un espejo que nos muestra quiénes somos y en quiénes podríamos convertirnos. No lo hará peor ni mejor que nosotros: lo hará de forma diferente. Y en esta diferencia, si sabemos cómo habitarla, encontraremos una nueva forma de humanidad.

No todos los artistas buscan detener el paso del tiempo : algunos lo persiguen como un animal salvaje, otros lo atraviesan como un río embravecido. Thomas Dhellemmes pertenece a este segundo linaje: su fotografía no es un acto de fijación, sino de movimiento. No congela el instante, lo hace huir. No lo preserva, él...